La crisis económica que atraviesa Bolivia no es un accidente, sino el resultado de un modelo intervencionista que apostó por un Estado sobredimensionado y por el control excesivo de la economía. Hoy, enfrenta una escasez severa de dólares, fuga de capitales, déficit fiscal insostenible, colapso en la producción de gas y petróleo, y una pérdida crítica de reservas internacionales. Lo que antes fue presentado como un ejemplo de éxito, hoy se desmorona bajo el peso de sus propias decisiones.
Durante años, Bolivia aplicó políticas populistas basadas en la nacionalización de recursos, subsidios indiscriminados y un cerco a la inversión privada. Mientras los precios de las materias primas se mantuvieron altos, esas medidas parecían sostenibles. Pero al cambiar el ciclo económico, el modelo reveló su fragilidad: sin inversión ni seguridad jurídica, la producción cayó y el aparato estatal se convirtió en una carga que ya no podía sostenerse.
Lo preocupante es que en el Perú aún se escuchan voces que promueven recetas similares: ampliar el rol del Estado en sectores productivos, revertir concesiones o limitar la inversión bajo discursos de nacionalismo o justicia social mal entendida. Estas ideas no solo han fracasado en la región, sino que terminan agravando las desigualdades que dicen combatir, al erosionar las condiciones que permiten generar empleo y riqueza.
El caso boliviano debe servir como advertencia clara. El Perú ha logrado avances importantes apostando por la apertura económica, la estabilidad macro y la inversión privada. Retroceder hacia un modelo estatista y rígido sería un error grave. En vez de repetir fracasos, debemos profundizar reformas, fortalecer nuestras instituciones y mejorar el uso del gasto público. Solo así construiremos un desarrollo sostenible que ofrezca oportunidades reales para todos.
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